TEATRO DE LA UAB – 15/12/09
Compañía Teatro Sin Fronteras. Intérpretes: Maria José Ereseo y Charles Grimat.
Juana I de Castilla es uno de los personajes históricos del territorio español que más ha despertado la creatividad y la imaginación de literatos y directores. El apelativo la loca que acompañó a su nombre y se le adjudicó en su tiempo ha contribuido a fantasear sobre su estado, el Estado y los momentos humanos y políticos que esta reina, que nunca llegó a reinar, vivió hasta su muerte.
El dramaturgo José Martín Elizondo, autor de la obra Juana creó la noche, basada en el personaje de Juana I de Castilla, conoció su vocación de transmisor teatral en la Francia que acogió los cuerpos de centenares de almas que tuvieron que exiliarse de su país, un país que no reconocían como propio. Aún así, los corazones permanecieron en el territorio abandonado, que no olvidado, donde la atmósfera de unas ideas mutilaba la libertad literaria de la pluma creadora. El camino recorrido hacia esa Francia amparadora y las ilusiones guardadas a partes iguales entre el cajón del desaliento y el de la esperanza hizo que emergieran talentos, se desarrollaran capacidades y se manifestaran dones.
La disponibilidad de la tierra de acogida hizo renacer así un mito alado tan lejano como la distancia que les separaba de su corazón abandonado. Era necesario morir para renacer y las lágrimas del cajón del desespero continuaban, como en la mitología, siendo curativas porque en cada texto, en cada frase y en cada palabra se percibía, a la vez, la distancia conceptual que les separaba de su país y el acercamiento a ese músculo que les hacía avanzar: el corazón. De las cenizas del exilio surgieron mentes que ayudaron, con su reflexión y sus palabras, a aproximar y quizás a olfatear, desde la lejanía, los aromas del país que dejaron atrás.
José Martín Elizondo fue uno de esos talentos que el franquismo “regaló” al vecino hexágono acogedor y Juana creó la noche una de sus obras más relevantes. Escrita en 1960, no es estrenada hasta 1995, sin embargo, su publicación no llega hasta 1997 en la revista Estreno, en una versión donde la estenografía juega un gran papel dotando a la acción del carácter obsesivo que marcaba el personaje protagonista. Juana fue la mujer que perdió la cabeza por su marido Felipe, archiduque de Austria, apodado el Hermoso. Amor, celos y desespero son las pasiones y pulsiones humanas que la hija de los Reyes Católicos vivió en vida de su amado y también después de su muerte.
El texto de Elizondo recrea la celda donde, durante dieciséis años, Juana estuvo prisionera. Es un momento histórico convulso en el que después de la derrota de los Comuneros, éstos piden a Juana que lidere un ataque contra las fuerzas de su hijo Carlos I, el cual quiere apoderarse del trono de España. De pronto, un desconocido accede al aislamiento forzado de la reina para evaluar el grado de su locura.
Sobre el escenario, un majestuoso vestido corona el centro de la escena. Quizás un recuerdo de momentos de felicidad, aunque, ¿tuvo Juana momentos de felicidad a lo largo de su matrimonio y después de él? Felipe y Juana fueron convenientemente emparejados, es decir, su unión había de favorecer a los reinos que ambos representaban, sin embargo, y a pesar de que el amor no conjuga bien con la conveniencia, una llamarada de pasión se instaló en sus cuerpos e invadió los momentos posteriores a su enlace. Los impulsos más primarios que forman parte de la realidad de los seres humanos convivían con las decisiones de la política de alto estado, pero, a medida que en Felipe se instalaba el desinterés hacia Juana, en ella crecían los ardores más dolorosos. Poco a poco, los celos más viscerales nublaron la lucidez de Juana -dice la leyenda sobre el personaje- y cuando su marido murió, Fernando, su padre, la incapacitó y la recluyó.
La escena se abre con Juana escribiendo, hablando sola, acaso delirando. Es una Juana decadente, decrépita que viste un camisón blanco, quizás similar al que llevó en su noche de bodas, algunos años atrás y, por esa razón, no lleva vestiduras ni ornamentos de calle. Quiere conservar la esencia de lo que era cuando realmente fue. Fue mujer, mujer apasionada; fue esposa, amante y deseada; y fue reina, aunque por ello quizás menospreciada. El vestido en el centro del escenario le recuerda, en un pedestal, todo aquello que fue.
Maria-José Ereseo es la actriz que revive una Juana encarcelada y desengañada. Si bien hay que valorar positivamente el esfuerzo de proyectar un texto en un idioma que no es el propio de los dos intérpretes, en ambos se pierde parte del mensaje que el autor quería transmitir. La intérprete ofrece un trabajo irregular. A pesar de que la energía fluye por todos los poros de su piel, el texto se convierte en una pista de obstáculos difícil de superar. Aún así, la fragilidad corporal de Maria-José ayuda al espectador a ver la decadencia de una mujer que, más allá de los títulos nobiliarios que acumuló se dejó llevar por la visceralidad y la pasión, lo que le llevó al sufrimiento y la humillación.
El desconocido que la visita representa sus tres rivales: el rey Fernando, su padre, que la recluye; Felipe, su amado, que la rechaza; y Carlos, su hijo, que la arrincona. Infortunadamente, el peso de la interpretación en un idioma que no es el suyo ha decantado la balanza del actor Charles Gimat hacia una incomprensión para el espectador del papel de cada uno de los tres personajes representados. Así mismo, el lenguaje corporal, que podía ayudar a un mayor entendimiento, ha brillado por su ausencia. Un cuerpo extremadamente hierático, sobre todo por el contraste con la vibración y, por momentos organicidad, que la actriz ha querido transmitir. Sólo, en algún momento, cuando como Comunero pide el liderazgo de Juana, parece que se perciba un atisbo de personaje. Es difícil mantener un actor en escena cuando no tiene un texto dónde apoyarse, es cierto, pero tampoco no se han observado cambios de personajes en el momento que el texto aparecía. Es decir, tampoco se han visto los personajes elaborados. Quizás el director apostaba por un trabajo des del teatro laboratorio de Grotowski o, quizás apostaba por hacer una mezcla de métodos, por crear su propio laboratorio. En cualquier caso, ese mensaje, esa apuesta, no ha llegado con la suficiente claridad. En ambos actores el texto ha sido un verdadero freno. La esencia del discurso del dramaturgo difícilmente ha llegado con la proyección y organicidad que conlleva la palabra hablada en el teatro.
En cuanto a la puesta en escena, el director -que es también el dramaturgo-, ha enviado mensajes contradictorios al espectador. Por un lado, ha representado a Juana, un personaje aislado, encerrada y confinada en su realidad y en su mente, pero por otro lado, ha mostrado un escenario amplio, prácticamente limpio de estenografía y sin acotar o limitar la celda. El trabajo de los personajes debe ser suficientemente perfilado, orgánico y claro como para llevar a cabo un teatro laboratorio al estilo Grotowski y, en este caso, no sólo el texto no estaba adecuadamente incorporado sino que el espacio libre por el que se movían los personajes no equivalía al trabajo de los actores indicando los momentos de angustia por los que estaban transitando. Eso ha hecho que en un encierro que, en el caso de Juana, va más allá de la clausura física, el espectador no pueda realmente percibir los cambios de registro por los cuales han pasado ambos personajes.
Pero, en realidad, ¿qué representa el personaje de Juana para José Martín Elizondo? La Juana del dramaturgo quiere denunciar la manipulación política a la cual se ve sometida. Ella, como Elizondo, también es una exiliada, aunque lo sea en su propia tierra. Tres dedos acusadores la tachan de loca: Fernando, Felipe y Carlos. Su padre, su marido y su hijo contra ella: hija, esposa y madre. Una lucha hostil como la Guerra Civil. Una lucha fraticida por la que muchos acabaron acusados y encerrados, no solamente entre cuatro paredes y gran infinidad de rejas, sino en sus propias fantasías. Fantasías por las que algunos sufrieron un encierro más hondo, más humillante y más destructivo que les llevó a una gran deshumanización. Juana representa a todos los individuos alienados que sufren en guerras por la despersonalización de los posteriores encarcelamientos.
Sin embargo, para finalizar y quizás para reflexionar, Elizondo, muestra una ambigüedad en el personaje de Juana. Él no toma partido en una historia que la ha tildado de loca. Y esa ambivalencia se muestra aún más clara con la frase final «…Y nada más», que es la frase con la que acaba su monólogo otra mujer en manos del dramaturgo Heiner Müller. Una mujer devorada por los celos que, a lo largo de la historia, ha sido acusada de loca por algunos y visceral y apasionada por otros. Su nombre: Medea.
La locura en la historia no es más que el reflejo de unas carencias y, en el caso de Juana, fue una carencia de libertad. Libertad para amar, para sentir. Libertad para transmitir sentimientos. Posteriormente, su encierro la acomodó en un apelativo que ella no había escogido. La determinó. Ella misma se adaptó y conformó con su clausura, ya que desde su aislamiento vivía su fantasía. Afortunadamente, algunos exiliados de la Guerra Civil, que es otra forma de encierro, no se conformaron con estar aislados, sino que, unos, como Elizondo, encontraron la manera de transmitir y no dejarse llevar por las carencias. Escribieron teatro.
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